Sobre el Cándido de Voltaire

candido cacambo conocen a un esclavo del azucar en surinam                             Cándido y Cacambo conocen a un esclavo del azucar en Surinam

Quizá la virtud más característicamente filosófica sea la ironía, y tal vez sus dos máximos representantes, Sócrates y Voltaire, coincidan en tener la capacidad de afilarla hasta convertirla en una venenosa crítica intelectual y social a los tiempos tan convulsos que les tocó vivir. Es habitual considerar que el valor de las grandes figuras del pensamiento se mide en función de su capacidad para leer las contradicciones de su tiempo. Siendo así, no conocemos a estos dos hitos por sus graves e ininteligibles tratados, sino por anécdotas, diálogos y cuentos que transiten -quizá más fielmente dos lecciones en lugar de una: una lección sobre la estupidez histórica de la humanidad y una poderosa evocación moral. Mientras que los diálogos socráticos nos transmiten una muerte fiel a las instituciones democráticas y una inquebrantable fe en el futuro; Voltaire hace gala -a pesar de la cárcel- de una entereza moral que contrasta también con la ligereza, gracia y fluidez de su estilo.

La frágil ironía, surfeando confiada la tempestad, encuentra en el tema del optimismo su reto más difícil. Cándido (escrito en el invierno de 1758) trata de mostrar, en una suerte de protorealismo mágico, una actitud frente a la realidad: al volver cotidianas las locuras de todo un siglo a través del pauperismo, la guerra imperialista, la riqueza pomposa del poder o la hipócrita dignidad de las naciones no hace sino enfrentar la realidad al fantasma del «optimismo leibniziano» que cree que vivimos «en el mejor de los mundos posibles». La actitud de Voltaire no es otra que hacer que realidad y ficciones se enfrenten en una pesadilla esperpéntica para el protagonista. La muerte de Sócrates parecía haber condenado a la filosofía a un luto pesado e interminable, pero con Voltaire, la crítica renace y brilla con el mejor de sus semblantes.

A través de un viaje de peripecias por medio mundo, cuya verosimilitud se subordina al humor y la denuncia, Cándido acaba convencido de que el optimismo «no es sino el empeño en sostener que todo es magnífico cuando todo es pésimo». ¿Qué pensar de un mundo en el que «Francia e Inglaterra se hacen la guerra por unas cuantas millas de tierra nevada en Canadá, y que gastan en esa tonta disputa mucho más de lo que todo el Canadá vale»? ¿Cómo decir cuando «los débiles odian a los poderosos y se arrastran a sus pies; pero los poderosos les tratan como rebaños cuya carne y su lana se vende»? ¿Qué le ocurre al globo cuando «todo está al revés entre los hombres, y nadie conoce sus derechos ni sus deberes y donde todo el tiempo se gasta en querrellas impertinentes: jansenitas contra monistas, parlamentarios contra eclesiásticos, letrados contra letrados, burgueses contra el pueblo, mujeres contra maridos y parientes contra parientes»? Puede que después de todo la respuesta sea que Dios sólo hizo el mundo «para hacernos rabiar».

Frente a las locuras de la civilización, Cándido encuentra refugio en El Dorado, el paraíso soñado de los españoles. Voltaire nos presenta, por contraste, la serenidad de la vida y la sencillez de las costumbres, reproduciendo nuevamente el clásico mito del buen salvaje. Este gesto debe ponerse en un contexto en el que el autor huye de la Francia revolucionaria que da muerte a enciclopedistas como Diderot buscando tranquilidad en Suiza. Finalmente, el refugio se convierte en una jaula de acoso y prohibiciones como las que sufrieron los indios americanos, frente a la cual añorar el lugar tranquilo de Turquía donde Cándido encuentra por fin reposo: «más vale que cultivemos nuestro jardín» como único medio de hacer este absurdo tolerable.

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