Libertad y seguridad

La tensión entre libertad y seguridad es un dilema que recorre por entero la teoría del estado. Desde su origen hasta la actualidad, existe una confrontación latente entre la necesidad personal -biológica y psicológica- de seguridad; y la aspiración colectiva -ética y política- de libertad. En la actualidad, en lo que Ulrich Beck denominó ‘sociedades del riesgo’ las amenazas han cambiado su naturaleza: el hard power de los estados westfalianos se relaciona con las guerras o la escasez pero, hoy, nuevos poderes de alcance mundial originan nuevas amenazas que desbordan las capacidades de la soberanía tradicional. Los riesgos son hoy internacionales como demuestran las crisis económicas, el terrorismo, el cambio climático, la salud pública amenazada por pandemias, o los ciberiesgos derivados de una sociedad online. Por ello conviene reflexionar nuevamente sobre la naturaleza de este dilema entre libertad y seguridad para aventurar sus peculiaridades y, eventualmente, imaginar soluciones de alcance mundial.

Tras esta introducción se dividirá el ensayo en tres partes. En la primera se tratarán los conceptos fundamentales, libertad y seguridad, y su articulación en la teoría del estado desde el absolutismo hasta el paradigma de los derechos humanos. En la segunda parte, se tratarán las respuestas que ofrece el estado dentro del llamado “derecho de crisis” es decir, en situaciones de defensa política de la constitución que permite al gobierno restringir derechos de libertad individual para defender la seguridad común. En la tercera parte, se tratará un caso especial del anterior: La protección de datos personales y la vigilancia en Internet.

Se comienza con la primera parte, dedicada a los conceptos fundamentales de libertad y seguridad y su relación con la teoría del estado. La idea principal es que el dilema ha sufrido un movimiento pendular: desde el absolutismo en que la libertad es subsidaria de la seguridad, a uno democrático, en el que -al contrario- la seguridad es subsidiaria de la libertad, que se erige en el centro de un sistema de derechos. En el proceso, también se ha transformado la naturaleza de los riesgos y los mecanismos de protección.

En primer lugar, podemos definir seguridad como la certidumbre sobre los bienes y derechos propios o al menos la minimización de la incertidumbre sobre ellos. La importancia de satisfacer esta necesidad para cualquier organismo vivo es difícil de exagerar, tal y como pone de manifiesto el lugar que ocupa la seguridad en la pirámide de Maslow. Mucho antes, Hobbes ya consideró prioritaria esta necesidad: la única forma de protegerse frente a las amenazas de la libertad en el estado de naturaleza es confiar todo el poder a un Leviatán que asegure por la fuerza la propiedad y la vida. En este paradigma, la seguridad funda y coincide con la libertad civil.

Pero este argumento es igualmente válido para cualquier estado autoritario contemporáneo, como lo fue el régimen franquista y su prioridad en el orden público garantizada por la administración policial y judicial. En regímenes autoritarios, en los que no existe garantía alguna de derechos (ausencia de seguridad jurídica, separación de poderes y tutela judicial efectiva de los derechos) el total poder del gobierno y la administración no maximizan la seguridad, sino que la minimizan debido a los abusos de poder, la arbitrariedad y la proliferación del miedo.

Por ello, es preciso un sistema que se funde en la libertad como uno de los valores superior del ordenamiento jurídico (entre los cuales no está la seguridad). Podemos definir libertad como la capacidad que permite a cada quien buscar la felicidad según sus propias convicciones y, más importante, es fuente de responsabilidad. Por ello -frente al paradigma anterior- en democracia se entroniza una visión ética de la persona que vincula libertad y responsabilidad. Y es que los sistemas de responsabilidad (del gobierno ante el parlamento y de todos los ciudadanos ante los tribunales) son la garantía de un nivel aceptable de seguridad para todos.

La seguridad, por otro lado, deja de definirse positivamente como la fuerza irresistible que garantiza la paz. En los estados democráticos se define negativamente. Vinculada a la libertad, coincide con el conjunto de garantías de los derechos fundamentales, es decir, con la tutela judicial efectiva. Así lo reconoce, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos según la cual la libertad se fundamenta en el reconocimiento de la dignidad y los derechos de los demás.

Así mismo, en España, la Constitución se adhiere a este enfoque a través del art 10 CE que reconoce que el orden político y la paz social se funda (no en la seguridad) sino en la dignidad de la persona y los derechos que le son inherentes, interpretados de conformidad con los DDHH y demás tratados y acuerdos que estén ratificados. En este sentido, el art 17 CE especifica el derecho a la libertad y a la seguridad (como un binomio indisoluble) sin que nadie pueda ser privado de ellas sin atender a los casos y formas previstos en la constitución y la ley. Por último, el art 24 CE declara la tutela judicial efectiva de los derechos e intereses legítimos a los tribunales, sin que pueda en ningún caso producirse indefensión (es decir, inseguridad).

En este caso, las amenazas son múltiples y complejas, de acuerdo con una concepción pluralista de la persona, de los grupos y de la sociedad en la que se integran. No sólo se protegen la vida y la propiedad, sino que entran una juego las necesidades civiles, políticas, económicas, sociales, culturales y de todo tipo para promover una vida plena y el libre desarrollo de la personalidad. En este aspecto, sin embargo, el carácter unitario de la DDHH y otras cartas internacionales de derechos, contrasta con el nivel de protección atenuada que, según el art 53 CE se otorga a los derechos y deberes de los ciudadanos y especialmente a los principios rectores de la política económica y social.

Teniendo esto en cuenta, se da paso a la segunda parte del ensayo, dedicada a las respuestas que ofrecen los estados al dilema entre libertad y seguridad dentro del denominado ‘derecho de crisis’. La idea principal es tratar el conflicto entre libertad y seguridad, o mejor dicho, la limitación de la libertad por razones de seguridad, que puede darse en situaciones excepcionales en las que se concede poderes adicionales al gobierno, en el entendido de que la amenaza no puede encauzarse con sus capacidades ordinarias.

En este sentido, podemos definir crisis como una situación grave o decisiva para la viabilidad del sistema amenazado. El derecho de crisis se relaciona con el nombramiento de dictadores en la antigua Roma ante la amenaza de invasiones, o con la razón de estado popularizada por Maquiavelo en sus Discorsi. La diferencia en la actualidad es que la defensa política de la constitución sólo puede hacerse según los procedimientos y con los límites previstos en ella misma y la ley y jamás implica la irresponsabilidad del gobierno. En todo caso, la seguridad sería un motivo para limitar la libertad.

Así se reconoce también a nivel internacional. Tanto la Declaración Universal de Derechos Humanos como la Carta de Derechos Fundamentales de la UE reconocen que en el disfrute de sus derechos, las personas solo estarán sujetas a las limitaciones proporcionales que establezca la ley con el único fin de garantizar su reconocimiento y respeto, así como el orden público y el bienestar general. Este criterio no sólo aplica respecto de las limitaciones ordinarias a los derechos (que no son absolutos, sino que han de equilibrarse con otros) sino también a las limitaciones derivadas de situaciones  extraordinarias.

En el caso de España, dichos preceptos se encuentran en los art 55 CE sobre la suspensión de los derechos y libertades, que afectará previa declaración del estado de excepción o sitio (según el art 116 CE y la LO 4/81) sólo a algunos derechos entre los que se encuentra los del art 17 CE. Se especifica también que una ley orgánica enumerará los casos en que dichos derechos podrán limitarse individualmente en la lucha contra bandas armadas o terroristas, siempre bajo tutela judicial y control parlamentario, y sin que en ningún caso se produzca la irresponsabilidad del gobierno ante el abuso de sus facultades.

En todo caso, la naturaleza de las amenazas a las que se enfrentan los estados hoy difieren sustancialmente de aquellos a los enfrentaba previamente. Los estados westfalianos se enfrentaban a riesgos como catástrofes ambientales, revueltas populares o invasiones extranjeras a las que hacían frente con su administración policial y militar y llegado el caso, con el derecho de crisis. Pero progresivamente se han ido añadiendo nuevas amenazas que han configurado una auténtica ‘sociedad del riesgo’: terrorismo internacional, cambio climático, crisis financieras, pandemias mundiales o múltiples ciberriesgos. Todos ellos destacan en primer lugar por su carácter poliédrico: amenazan múltiples derechos (no sólo la propiedad o la vida) de múltiples formas (no sólo con la violencia). Pero, en segundo lugar, destaca ante todo su alcance global: ningún estado es capaz de enfrentarlos en solitario con sus propias capacidades institucionales.

Frente a riesgos localizados, previsibles e imputables (como un ejército enemigo en la frontera) los nuevos riesgos son a menudo difusos y no territoriales; muy difíciles o imposibles de prever y revisten una dimensión de impersonalidad que hace muy complicado calcular sus efectos y asignar responsabilidades . Por ello, existe un riesgo en las tentaciones westfalianas: en la concentración del poder en detrimento de los derechos, es decir, en aumentar la seguridad en detrimento de la libertad, sin que ello sea eficaz para sobreponerse a las amenazas. El derecho de crisis no puede suponer en ningún caso una pendiente resbaladiza hacia el autoritarismo, hacia la arbitrariedad o hacia la irresponsabilidad en la toma de decisiones.

Sin embargo, la necesidad de recurrir al derecho de crisis exige en las condiciones actuales tomar medidas complementarias que aseguren su eficacia y legitimidad. Sólo una estructuración permanente de la colaboración mundial podría facilitar la solución de problemas que son globales y que requieren que todas las capacidades distribuidas en el mundo se alineen y converjan en la misma dirección. Por tanto, la solución no depende en exclusiva de maximizar el poder del gobierno y minimizar la libertad de los ciudadanos, ya que su eficacia será muy reducida si no se acompaña de una concentración de la inteligencia distribuida por todo el mundo. Se trata, en definitiva, de maximizar, estructurar y agilizar la cooperación. En este ámbito, la Unión Europea se enfrenta a un dilema existencial: o comunitariza aún más los intereses de sus estados miembros, o las dinámicas de competencia intergubernamental pueden poner fin a un proyecto aún herido del Brexit.

Teniendo en cuenta lo anterior, se da paso a la tercera parte del ensayo, dedicada a las amenazas de Internet. Y es que la red es el caso más especial y significativo del dilema entre libertad y seguridad en las sociedades del riesgo. La razón es que, según Castells, Internet es la infraestructura mundial que mejor representa las tendencias, riesgos y capacidades de los estados y sociedades actuales. La información es el nuevo recurso clave, que puede capitalizarse para transicionar hacia una sociedad del conocimiento. No se trata ya sólo del acceso a la información y la proliferación de contenidos online, sino de la revolución de los datos. Los internautas en su tráfico habitual y uso de perfiles y plataformas y servicios online, generan una enorme cantidad de información que está muy distribuida. La evolución de las técnicas de procesamiento de datos permiten su agregación y tratamiento para obtener un conocimiento muy preciso que puede usarse para solucionar problemas muy complejos.

El problema es que la naturaleza de dichos datos es, en ocasiones, de carácter personal y su tratamiento compromete la intimidad, la libertad e incluso la seguridad de los internautas. En algunos países autocráticos como China, la vigilancia digital de la ciudadanía se convierte en una práctica administrativa cotidiana, fundada en la razón de estado y en una voluntad de maximizar la seguridad por encima de los derechos. Las consecuencias no pueden ser más controvertidas: Noval Harari muestra inquietud por las capacidades de ‘vigilancia hipodérmica’ de los ciudadanos y también por las capacidades de las nuevas tecnologías para dar solución a amenazas complejas, incluyendo los efectos de una pandemia.

Ante una situación así, las democracias conjugan libertad y seguridad, en el entendido de que ambas son indistinguibles. Por ello, en España, el art 18.4 CE contempla la limitación en el uso de la informática para proteger el pleno ejercicio de los derechos personales. Igualmente, en el caso de la UE, el Reglamento 2016/679 General de Protección de Datos es el estandar internacional más exigente en este sentido. Sin embargo, Esto no implica que los gobiernos y administraciones no puedan tratar datos personales en situaciones de crisis. Pueden limitar dichos derechos, pero de forma proporcional a la amenaza, y siempre en garantía de los mismos tal y como preveen las leyes.

En este aspecto, la protección de datos es un derecho fundamental que no puede suspenderse ni tan siquiera con la declaración del estado de sitio. No obstante, puede limitarse según los criterios generales que exigen proporcionalidad y adecuación al fin de garantizarlos y de promover la seguridad y el bienestar general. En este sentido, tanto el RGPD como la LO3/18 establecen que las administraciones podrán tratar datos personales, incluso sin el consentimiento de los afectados, en situaciones que comprometan los intereses vitales de los afectados. Pero en todo caso deberá respetarse la limitación a la finalidad, impidiendo tratar más datos de los necesarios, durante un tiempo mayor al de la emergencia o por personas distintas de las autorizadas.

En conclusión, la tensión entre libertad y seguridad continua poniendo a prueba nuestras certezas en torno al papel del estado en un entorno de máxima incertidumbre como el actual. Proliferan las tentaciones autoritarias, ya provengan de estados dictatoriales, de la pendiente resbaladiza del derecho de crisis o del panóptico en que puede convertirse Internet. Todas ellas reducen a la persona a su nivel biológico que prioriza ante todo la seguridad. El reto de las democracias actuales es incorporar de forma efectiva e inteligente, su filosofía ética sobre la persona, las herramientas heredadas de defensa de los derechos con las tecnologías que maximizan sus capacidades institucionales. Por último, cabe recordar que todo ello requiere a su vez de una alianza entre las democracias, especialmente en el seno de la Unión Europea, para alinear sus intereses comunes.

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