Traducción – A message to the 21st century by Isaiah Berlin

Un mensaje para el siglo XXI

Isaiah Berlin
The New Yorker Review
23 de octubre de 2014

Hace veinte años – el 25 de noviembre de 1994- Isaiah Berlin aceptó el doctorado honoris causa en Derecho por la Universidad de Toronto. Preparó el siguiente «credo» (tal como él lo llamo en una carta a un amigo) que fue leído en su nombre.

La tumba de Karl Marx. Cementerio de Highgate. Londres.

La tumba de Karl Marx. Cementerio de Highgate. Londres.

«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos.» Con estas palabras Dickens empezó su famosa novela «Historia de dos ciudades.» Pero no puede decirse lo mismo sobre nuestro propio y terrible siglo. Los hombres se han destruído mutuamente durante milenios, pero las muertes de Atila el Huno, Genghis Khan o Napoleón (quien introdujo las matanzas masivas en guerra), incluso el genocidio armenio, palidecen en insignificancia frente a la Revolución Rusa y sus resultados: la opresión, tortura, asesinato que pueden ponerse a los pies de Lenin, Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot y la sistemática falsificación de la información que nos impidió conocer estos horrores durante años no tienen parangón. No fueron desastres naturales, sino crímenes humanos evitables, y a pesar de quienes crean en el determinismo histórico, pudieron ser evitados.

Hablo con particular emoción, porque soy un hombre muy viejo, y he vivido durante casi todo el siglo. Mi vida ha sido pacífica y segura, y siento casi vergüenza a la vista de lo que le sucedió a muchos otros seres humanos. No soy historiador, y por eso no voy a hablar con autoridad sobre las causas de estos horrores. Sin embargo, quizá pueda intentarlo.

Desde mi punto de vista, no fueron causados por las habituales emociones negativas humanas, como las llamó Spinoza (temor, avaricia, odio tribal, celos, amor al poder) aunque, desde luego, han jugado un rol malvado en ellos. Han sido causados, en nuestro tiempo, por ideas o, mejor dicho, por una idea en particular. Es paradójico que Karl Marx, quien restó importancia a las ideas en comparación con las fuerzas sociales y económicas impersonales, haya transformado el siglo XX con sus escritos en dos direcciones distintas: en la que el quiso y, por reacción, en la contraria. Heine, el poeta alemán, en uno de sus famosos escritos, nos dijo que no hay que infravalorásemos al filósofo sentado y callado en su estudio. Si Kant no hubiese desmantelado la teología, decía, Robespierre no hubiera cortado la cabeza del Rey de Francia.

Predijo que los discípulos armados de los filósofos alemanes -Ficht, Schelling y los demás padres del nacionalismo alemán- destruirían los grandes monumentos de Europa Occidental en una ola de fanática destrucción que haría de la Revolución Francesa un juego de niños. Esto puede parecer injusto para los metafísicos alemanes, pero la idea nuclear de Heine parece ser válida: de alguna forma, la ideología Nazi tendría sus raíces en el pensamiento anti-ilustrado alemán. Hay hombres que matan y mutilan con la conciencia tranquila bajo la influencia de las palabras y escritos de algunos de quienes creen con certeza de que la perfección puede ser alcanzada.

Dejad que me explique. Si estás firmemente convencido de que hay alguna solución a todos los problemas humanos, y puedes concebir una sociedad ideal en la que el hombre puede acceder si hace lo necesario para alcanzarla, entonces tu y tus seguidores creeréis que no hay precio suficientemente alto a pagar para abrir las puertas de semejante paraíso. Sólo los estúpidos y los malévolos ofrecerán resistencia una vez que se les muestren las verdades esenciales. Quienes se oponen deben ser persuadidos; si no pueden ser persuadidos, será necesario aprobar leyes para contenerlos. Si eso tampoco funciona, se ejercerá la coerción, la violencia si es inevitable. El terror, la carnicería, de ser necesario. Lenin creyó en esto tras leer El Capital y pensó, consecuentemente, que si existe una forma de crear una sociedad justa, pacífica, feliz, virtuosa y libre con los medios que él defendía, el fin justificaba los medios. Literalmente, cualquier medio.

La convicción fundamental que subyace a esto es que las cuestiones centrales de la vida humana, individual o social, tienen una respuesta verdadera que puede ser descubierta. Puede y debe ser implementada, y aquellos que han las han descubierto son lideres cuya palabra es ley. La idea de que a cada pregunta genuína corresponde una respuesta verdadera es una noción filosófica muy antigua. Los grandes filósofos atenienses, judíos y cristianos, los pensadores del Renacimiento y del París de Luis XIV, los reformistas radicales del siglo XVIII, los revolucionarios del XIX -no importa cuánto pudieran diferir acerca de cuál era la respuesta o la forma para descubrirla (sangrientas guerras se libraron por ello)- todos estaban convencidos de que sabían la respuesta y de que sólo el vicio y la estupidez humanos obstaculizaban su realización.

Esta es la idea de la que hablaba y me gustaría deciros que es falsa. No sólo porque las soluciones dadas por diferentes escuelas de pensamiento social difieren, y ninguna puede ser demostrada por métodos racionales, salvo por una razón más profunda. Los valores centrales con los que los hombres han vivido, en muchos territorios y por mucho tiempo -estos valores, aunque no sean enteramente universales, no son siempre armoniosos unos con otros. Algunos lo son y otros no. El hombre siempre ha clamado por la libertad, la seguridad, la igualdad, la felicidad, la justicia, el conocimiento y muchas más cosas. Pero la completa libertad no es compatible con la igualdad completa -si los hombres fuesen enteramente libres, los lobos serían libres de comer a las ovejas. La perfecta igualdad significa que las libertades humanas deben ser restringidas para que a los más diestros o bien dotados no se les permita avanzar más allá de quienes inevitablemente perderían si hubiese competencia perfecta. La seguridad, y también la libertad, no pueden preservarse si se permite subvertirlas. En realidad, no todos los seres humanos buscan paz o seguridad. De ser así, no existiría quienes buscan la gloria en la batalla o en los peligros del deporte.

La justicia siempre ha sido un ideal humano, pero no es del todo compatible con la compasión. La imaginación creativa y la espontaneidad -espléndidas en si mismas- no pueden reconciliarse del todo con la necesidad de planear y organizar, con el cálculo cuidadoso y responsable. El conocimiento, la búsqueda de la verdad -el más noble de los objetivos- no puede coincidir enteramente con la felicidad ni con la libertad que el hombre desea, ya que si supiera que tengo una enfermedad incurable, ello no me haría más feliz o más libre. Siempre tengo que elegir entre paz y excitación, entre el conocimiento y la feliz ignorancia. Y así sucesivamente.

Y, entonces ¿qué debe hacerse para contener a los campeones, a veces fanáticos, de uno u otro de estos valores, cada uno de los cuales tiene a pisotear al resto, tal y como los grandes tiranos del siglo XX pisotearon la vida, la libertad y los derechos humanos de millones de personas por tener la mirada fija en algún dorado futuro?

Me temo no tener un respuesta dramática: sólo se que, si hemos de perseguir los valores humanos es necesario establecer compromisos, compensaciones y medidas para evitar que vuelva a ocurrir lo peor. tanta libertad por tanta igualdad; tanta libertad de expresión por tanta seguridad; tanta justicia por tanta compasión. Lo que quiero decir es que algunos valores chocan entre sí: todos los fines que perseguimos como seres humanos son producto de nuestra naturaleza común, pero tal persecución debe ser en controlada en alguna medida -la libertad y la persecución de la felicidad, lo repito, pueden no ser enteramente compatibles una con otra, como la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Por tanto, tenemos que pesar y medir, pactar y conceder, y prevenir que una forma de vida choque y destruya a quienes no la comparten. Sé muy bien que esta no es una bandera bajo la que los jóvenes entusiastas e idealistas deseen marchar: parece demasiado dócil, demasiado razonable, demasiado burguesa, y no compromete emociones generosas. Pero debéis creerme, uno no puede tener todo lo que quiere – no sólo en la práctica, sino tampoco en teoría. Negarlo, buscar un sólo ideal que se extralimite porque es el único y verdadero para la humanidad, invariablemente conduce a la violencia. Y después la destrucción, la sangre -los huevos están rotos, pero la tortilla nunca llega; sólo un infinito número de huevos, de vidas humanas, listas para romperse. Al final, los idealistas pasionales olvidan la tortilla, y simplemente rompen huevos.

Me alegro de que al final de mi larga vida comienza a vislumbrarse cierta comprensión sobre esto. La racionalidad y la tolerancia, todavía raras en la historia de la humanidad, no se desperdician. La democracia liberal, a pesar de todo, a pesar del mayor azote moderno de nacionalismo fanático y fundamentalista, se extiende. Las grandes tiranías están en ruinas, o lo estarán -incluso en China ese día no está muy distante. Me alegro de que a vosotros, a los que hablo, vayan a contemplar el siglo XXI: creo que sólo puede ser un tiempo mejor para la humanidad que mi terrible siglo XX. Quiero felicitarles por su buena suerte. Lamento no poder ver ese brillante futuro que, estoy convencido, vendrá. A pesar de la melancolía de mis palabras, me complace terminar con una nota de optimismo. Hay muy buenos motivos para pensar que está justificado.

http://www.nybooks.com/articles/2014/10/23/message-21st-century/

 

Sobre el Cándido de Voltaire

candido cacambo conocen a un esclavo del azucar en surinam                             Cándido y Cacambo conocen a un esclavo del azucar en Surinam

Quizá la virtud más característicamente filosófica sea la ironía, y tal vez sus dos máximos representantes, Sócrates y Voltaire, coincidan en tener la capacidad de afilarla hasta convertirla en una venenosa crítica intelectual y social a los tiempos tan convulsos que les tocó vivir. Es habitual considerar que el valor de las grandes figuras del pensamiento se mide en función de su capacidad para leer las contradicciones de su tiempo. Siendo así, no conocemos a estos dos hitos por sus graves e ininteligibles tratados, sino por anécdotas, diálogos y cuentos que transiten -quizá más fielmente dos lecciones en lugar de una: una lección sobre la estupidez histórica de la humanidad y una poderosa evocación moral. Mientras que los diálogos socráticos nos transmiten una muerte fiel a las instituciones democráticas y una inquebrantable fe en el futuro; Voltaire hace gala -a pesar de la cárcel- de una entereza moral que contrasta también con la ligereza, gracia y fluidez de su estilo.

La frágil ironía, surfeando confiada la tempestad, encuentra en el tema del optimismo su reto más difícil. Cándido (escrito en el invierno de 1758) trata de mostrar, en una suerte de protorealismo mágico, una actitud frente a la realidad: al volver cotidianas las locuras de todo un siglo a través del pauperismo, la guerra imperialista, la riqueza pomposa del poder o la hipócrita dignidad de las naciones no hace sino enfrentar la realidad al fantasma del «optimismo leibniziano» que cree que vivimos «en el mejor de los mundos posibles». La actitud de Voltaire no es otra que hacer que realidad y ficciones se enfrenten en una pesadilla esperpéntica para el protagonista. La muerte de Sócrates parecía haber condenado a la filosofía a un luto pesado e interminable, pero con Voltaire, la crítica renace y brilla con el mejor de sus semblantes.

A través de un viaje de peripecias por medio mundo, cuya verosimilitud se subordina al humor y la denuncia, Cándido acaba convencido de que el optimismo «no es sino el empeño en sostener que todo es magnífico cuando todo es pésimo». ¿Qué pensar de un mundo en el que «Francia e Inglaterra se hacen la guerra por unas cuantas millas de tierra nevada en Canadá, y que gastan en esa tonta disputa mucho más de lo que todo el Canadá vale»? ¿Cómo decir cuando «los débiles odian a los poderosos y se arrastran a sus pies; pero los poderosos les tratan como rebaños cuya carne y su lana se vende»? ¿Qué le ocurre al globo cuando «todo está al revés entre los hombres, y nadie conoce sus derechos ni sus deberes y donde todo el tiempo se gasta en querrellas impertinentes: jansenitas contra monistas, parlamentarios contra eclesiásticos, letrados contra letrados, burgueses contra el pueblo, mujeres contra maridos y parientes contra parientes»? Puede que después de todo la respuesta sea que Dios sólo hizo el mundo «para hacernos rabiar».

Frente a las locuras de la civilización, Cándido encuentra refugio en El Dorado, el paraíso soñado de los españoles. Voltaire nos presenta, por contraste, la serenidad de la vida y la sencillez de las costumbres, reproduciendo nuevamente el clásico mito del buen salvaje. Este gesto debe ponerse en un contexto en el que el autor huye de la Francia revolucionaria que da muerte a enciclopedistas como Diderot buscando tranquilidad en Suiza. Finalmente, el refugio se convierte en una jaula de acoso y prohibiciones como las que sufrieron los indios americanos, frente a la cual añorar el lugar tranquilo de Turquía donde Cándido encuentra por fin reposo: «más vale que cultivemos nuestro jardín» como único medio de hacer este absurdo tolerable.