Voltaire – Patria

Una patria es un conjunto de varias familias, e igual que uno mantiene comúnmente a su familia por amor propio, cuando no se tiene un interés opuesto, se mantiene, por ese mismo amor propio a la ciudad o al pueblo, que se llama patria. Cuanto más grande llega a ser esa patria, menos se la quiere, porque el amor compartido se debilita. Es imposible amar con ternura a una familia demasiado numerosa, a la que se apenas se la conoce.

El que arde en deseos de ser edil, tribuno, pretor, cónsul o dictador, alardea de que ama a su patria, cuando, en realidad, sólo se ama a sí mismo. Cada uno quiere estar seguro de que se acostará en su casa, sin que otro hombre se atribuya el poder de mandarle que se acueste fuera; cada uno quiere estar seguro de su fortuna y de su vida. Formulando así todos los mismos deseos, ocurre que el interés particular se convierte en interés general: se hacen votos por la república, cuando, en realidad, sólo se hacen por uno mismo.

Es imposible que exista sobre la tierra un estado que no se haya gobernado en principio por una república: es la tendencia general del género humano. Algunas familias se reúnen para defenderse de los osos y de los lobos. La que sólo tiene semillas abastece de ellas a las que sólo tienen madera. Cuando descubrimos América, encontramos todos los poblados divididos en repúblicas. Sólo existían dos reinos en esa parte del mundo. De mil naciones, sólo encontramos a dos sojuzgadas.

Ocurre lo mismo en el viejo mundo. Todo era república en Europa antes de los reyezuelos de Etruria y de Roma.

Aún hoy se ven repúblicas en África: Trípoli, Túnez, Argelia. Al norte son repúblicas de bandidos. Los hotentotes, al sur, viven aún como se vivía en los primeros tiempos del mundo: libres, iguales entre ellos: sin dueños, vasallos ni dinero, y sin apenas necesidades. La carne de sus corderos les alimentaba, su piel les vestía, sus casas eran de choza de madera y barro. Son los que despides más olor de todos los hombres, pero no lo huelen. Viven y mueren más agradablemente que nosotros.

En nuestro mundo, quedan repúblicas sin monarca: Venecia, Holanda, Suiza, Génova, Locca, Ragusa, Ginebra y San Marino. Se puede considerar a Polonia, Suecia e Inglaterra como repúblicas bajo un rey; pero Polonia es la única que toma ese nombre.

Ahora bien, ¿Qué es mejor, que vuestra patria sea un estado monárquico o un estado republicano? Hace cuatro mil años que se airea esta cuestión. Preguntad a los ricos, todos prefieren la aristocracia; interrogad al pueblo, quiere la democracia; sólo los reyes prefieren la realeza. ¿Cómo es posible que casi toda la tierra esté gobernada por monarcas? Preguntad a las ratas, que propusieron ponerle un cascabel al gato. Pero, realmente, la verdadera razón es, como se ha dicho, que los hombres no son, por lo general, dignos de gobernarse a sí mismos.

Es triste que, a menudo, para ser un buen patriota haya que ser enemigo del resto de los hombres. El antiguo Catón, aquel buen ciudadano, decía siempre, manifestando su parecer ante el senado: «tal es mi parecer y que se arruine Cartago.» Ser buen patriota es desear que su ciudad se enriquezca por el comercio y sea poderosa por las armas. Está claro que un país no puede ganar sin que otro pierda, y que no puede vencer sin hacer a otros desgraciados.

Tal es, pues, la condición humana, la de desear la grandeza de su país, que lleva consigo desear el mal a sus vecinos. El que quisiera que su patria no fuera jamás ni más grande ni más pequeña, ni más rica ni más pobre, sería un ciudadano del Universo.

Voltaire – diccionario filosófico.

Sobre el Cándido de Voltaire

candido cacambo conocen a un esclavo del azucar en surinam                             Cándido y Cacambo conocen a un esclavo del azucar en Surinam

Quizá la virtud más característicamente filosófica sea la ironía, y tal vez sus dos máximos representantes, Sócrates y Voltaire, coincidan en tener la capacidad de afilarla hasta convertirla en una venenosa crítica intelectual y social a los tiempos tan convulsos que les tocó vivir. Es habitual considerar que el valor de las grandes figuras del pensamiento se mide en función de su capacidad para leer las contradicciones de su tiempo. Siendo así, no conocemos a estos dos hitos por sus graves e ininteligibles tratados, sino por anécdotas, diálogos y cuentos que transiten -quizá más fielmente dos lecciones en lugar de una: una lección sobre la estupidez histórica de la humanidad y una poderosa evocación moral. Mientras que los diálogos socráticos nos transmiten una muerte fiel a las instituciones democráticas y una inquebrantable fe en el futuro; Voltaire hace gala -a pesar de la cárcel- de una entereza moral que contrasta también con la ligereza, gracia y fluidez de su estilo.

La frágil ironía, surfeando confiada la tempestad, encuentra en el tema del optimismo su reto más difícil. Cándido (escrito en el invierno de 1758) trata de mostrar, en una suerte de protorealismo mágico, una actitud frente a la realidad: al volver cotidianas las locuras de todo un siglo a través del pauperismo, la guerra imperialista, la riqueza pomposa del poder o la hipócrita dignidad de las naciones no hace sino enfrentar la realidad al fantasma del «optimismo leibniziano» que cree que vivimos «en el mejor de los mundos posibles». La actitud de Voltaire no es otra que hacer que realidad y ficciones se enfrenten en una pesadilla esperpéntica para el protagonista. La muerte de Sócrates parecía haber condenado a la filosofía a un luto pesado e interminable, pero con Voltaire, la crítica renace y brilla con el mejor de sus semblantes.

A través de un viaje de peripecias por medio mundo, cuya verosimilitud se subordina al humor y la denuncia, Cándido acaba convencido de que el optimismo «no es sino el empeño en sostener que todo es magnífico cuando todo es pésimo». ¿Qué pensar de un mundo en el que «Francia e Inglaterra se hacen la guerra por unas cuantas millas de tierra nevada en Canadá, y que gastan en esa tonta disputa mucho más de lo que todo el Canadá vale»? ¿Cómo decir cuando «los débiles odian a los poderosos y se arrastran a sus pies; pero los poderosos les tratan como rebaños cuya carne y su lana se vende»? ¿Qué le ocurre al globo cuando «todo está al revés entre los hombres, y nadie conoce sus derechos ni sus deberes y donde todo el tiempo se gasta en querrellas impertinentes: jansenitas contra monistas, parlamentarios contra eclesiásticos, letrados contra letrados, burgueses contra el pueblo, mujeres contra maridos y parientes contra parientes»? Puede que después de todo la respuesta sea que Dios sólo hizo el mundo «para hacernos rabiar».

Frente a las locuras de la civilización, Cándido encuentra refugio en El Dorado, el paraíso soñado de los españoles. Voltaire nos presenta, por contraste, la serenidad de la vida y la sencillez de las costumbres, reproduciendo nuevamente el clásico mito del buen salvaje. Este gesto debe ponerse en un contexto en el que el autor huye de la Francia revolucionaria que da muerte a enciclopedistas como Diderot buscando tranquilidad en Suiza. Finalmente, el refugio se convierte en una jaula de acoso y prohibiciones como las que sufrieron los indios americanos, frente a la cual añorar el lugar tranquilo de Turquía donde Cándido encuentra por fin reposo: «más vale que cultivemos nuestro jardín» como único medio de hacer este absurdo tolerable.