La falsa cruzada de las nuevas élites para salvar al mundo (sin que nada cambie)
Los titanes de la tecnología y las finanzas de hoy quieres solucionar los problemas del mundo, siempre que las soluciones no amenacen jamás su riqueza y poder.
Por Anand Giridharadas
Martes 22 de enero de 2019
The Guardian
Una sociedad exitosa es una máquina de progreso: toma el material bruto de la innovación y produce un amplio avance humano. Pero la máquina de los Estados Unidos está rota y puede decirse lo mismo de otros países a lo largo del mundo. Y ahora, mucha de la gente que rompió la máquina del progreso está intentando vendernos sus servicios como mecánico.
Cuando los frutos del cambio cayeron en los Estados Unidos en las décadas recientes, los más afortunados los recogieron casi todos. Por ejemplo, el promedio de ingresos antes de impuestos del 10% más rico de los estadounidenses se ha multiplicado por dos desde 1980, los del 1% más rico se han más que triplicado, y los del 0,001% se han multiplicado por más de siete -mientras que el promedio de ingresos antes de impuestos de la mitad inferior de los americanos se ha mantenido casi igual. Estas cifras familiares corresponden a tres décadas y media de cambios sorprendentes sin ningún impacto sobre el salario medio de 117 millones de estadounidenses. En términos generales, en el mismo periodo, según el Informe Global de Desigualdad, el 1% adquirió el 27% de los nuevos ingresos, mientras que la mitad inferior de la humanidad -actualmente más de 3 mil millones de personas- sólo accedieron al 12% del mismo.
La inmensa mayoría de estadounidenses y de otros occidentales apenas se han beneficiado en este tiempo, y no es por falta de innovación, sino por acuerdos sociales que han fracaso a la hora de traducir nuevos productos en mejores vidas. Por ejemplo, los científicos norteamericanos han hecho grandes descubrimientos en medicina y genética y publicado más investigaciones biomédicas que en cualquier otro país, pero la salud del norteamericano medio sigue siendo peor y mejora a una velocidad más lenta que sus homólogos en otros países ricos e, incluso en algunos años, su esperanza de vida se ha reducido. Los inventores estadounidenses han creado nuevas formas asombrosas de aprender gracias al poder del vídeo y de internet, muchos de ellos sin costes, pero el estudiante universitario medio de los estados unidos puntúa peor en lectura hoy que en 1992. El país ha tenido un “renacimiento culinario” tal y como ha reseñado una publicación, en el mercado de agricultores y en las tiendas de alimentos integrales, pero ha fracasado en mejorar la nutrición de mucha gente, con el aumento de la incidencia de la obesidad y otras dolencias relacionadas.
Las herramientas para convertirse en un emprendedor parecen más accesibles que nunca para los estudiantes que aprender a programar online o para los conductores de Uber, pero el porcentaje de jóvenes propietarios de un negocio ha caído en dos tercios desde 1980. Estados Unidos ha traído al mundo tanto a una superlibrería online como Amazon y a Google, que ha escaneado más de 25 millones de libros de uso público; pero el analfabetismo se mantiene obstinadamente en los mismos niveles y la fracción de norteamericanos que leer al menos un libro al año ha caído casi un cuarto en las últimas décadas. El gobierno tiene más datos a su disposición y más formas de hablar y escuchar a sus ciudadanos, pero solo un cuarto lo encuentra tan confiable como lo era en la tempestuosa década de 1960.
Mientras tanto, la oportunidad de prosperar se ha transformado desde ser una realidad compartida a ser un prerequisito de estar ya por delante. Entre los norteamericanos nacidos en 1940, los criados en lo más alto de la clase media alta y en lo más bajo de la clase media baja compartían aproximadamente el 90% de las posibilidades de realizar el así llamado “sueño americano” de terminar en una posición mejor que la de sus padres. Entre los norteamericanos nacidos en 1984 y que están madurando hacia la edad adulta hoy, la nueva realidad es una pantalla partida. Los nacidos cerca del máximo de ingresos tienen ahora el 70% de posibilidades de alcanzar el sueño. Mientras tanto, aquellos cerca del mínimo, que más necesitan mejorar su posición, tienen un 35% de posibilidades de ascender respecto a la posición de sus progenitores. Los afortunados no sólo monopolizan el progreso y el dinero: el hombre blanco americano tiende a vivir más que el común de los ciudadanos de cualquier otro país. Ahora vive 15 años más que los norteamericanos pobres, que viven tanto como sus homólogos de Sudan o Pakistán.
Así, muchos millones de norteamericanos, del este y del oeste, sienten una cosa en común: que el juego está amañado en contra de la gente como ellos. Quizá es por eso por lo que escuchamos una condena constante del “sistema” pero es que la gente espera que el sistema convierta innovaciones fortuitas en progreso social. En lugar de ello, el sistema -en Estados Unidos y en gran parte del mundo- ha sido organizado para succionar los beneficios de la innovación hacia arriba, razón por la que las fortunas de los billonarios del mundo ahora crecer más del doble del ritmo a lo que lo hacen las de cualquier otra persona, y por lo que el 10% de la humanidad a llegado a tener el 85% de la riqueza planetaria. Nuevos datos publicados esta semana por Oxfam muestran que los 2200 billonarios fueron un 12% más ricos en 2018 mientras la mitad más pobre de la humanidad se volvió un 11% más pobre. No es de extrañar que, con estos datos, los electores en estados Unidos (y en cualquier lugar) parezcan ser más resentidos y suspicaces en los últimos años, abrazando movimientos populistas de izquierda y de derecha, poniendo al socialismo y al nacionalismo en el centro de la vida política de una forma que parecía impensable hasta hace poco, y sucumbiendo a todas las formas de teorías de la conspiración y noticias falsas. Hay una creciente reconocimiento, en ambos lados de la división ideológica, de que el sistema está roto, de que tiene que cambiar.
Algunas élites que se enfrentan a esta ira creciente se han estado escondiendo detrás de muros y puertas y en grandes propiedades solo para emerger y tratar de aprovechar para ganar aún más poder político para protegerse frente a la multitud (podemos veros, hermanos Koch). Pero en los últimos años, muchos norteamericanos afortunados también han intentado algo diferente, algo a la vez honorable y egoísta: han tratado de ayudar apropiándose del problema. A nuestro alrededor, los ganadores en nuevo status quo crecientemente desigual se declaran partisanos del cambio. Conocen el problema y quieren ser parte de la solución. De hecho, quieren liderar la búsqueda de soluciones. Piensan que sus soluciones merecen ser la vanguardia del cambio social. Puede que se unan o apoyen movimientos que tratan de arreglar aspectos de la sociedad iniciados por gente corriente. Mas frecuentemente, sin embargo, estas élites lanzan iniciativas por su propia cuenta, tomando el cambio social como si fuera un nuevo mérito que almacenar en su portfolio o para acometer una reestructuración empresarial. Dado que están al cargo de esos intentos de cambio social, reflejan naturalmente sus prejuicios.
Para la mayor parte, estas iniciativas no son democráticas, y tampoco reflejan una solución colectiva de los problemas o una solución universal. En su lugar, son favorables al uso del sector privado y ramificaciones caritativas, a la visión de mercado sobre todas las cosas y a eludir el papel de los gobiernos. Reflejan una visión muy influenciada de que los ganadores de un status quo injusto -y de que las herramientas, mentalidades y valores que les ayudaron a ganar- son el secreto para remediar las injusticias. Los que tienen riesgos de convertirse en resentidos en una era de desigualdad son reconvertidos en nuestros salvadores. Financieros de mentalidad social de Goldman Sachs persiguen un cambio a través de iniciativas “ganar-ganar” como los “bonos verdes” o las “inversiones de impacto”. Las compañías tecnológicas como Uber o Airbnb se presentan como empoderadoras de los pobres al permitirles ser el chófer de otro o alquilar habitaciones vacías. Consultores de gerencia y cerebros de Wall Street intentan convencer al sector social de que son ellos quienes deben guiar sus objetivos de mayor igualdad, asumiendo posiciones de liderazgo y sillones ejecutivos.
Conferencias y festivales de ideas patrocinadas por plutócratas y grandes negocios -como el Foro Económico Mundial, que se celebrando esta semana en Davos, Suiza- acoge conferencias sobre la injusticia y la promoción de “lideres fuertes” que están deseando confinar sus pensamientos de mejorar la vida dentro del sistema en lugar de abordar los problemas. Lucrativas empresas construidas de formas cuestionables y modos temerarios se adhieren a la responsabilidad social corporativa, y algunos ricos “dan de vuelta” -a pesar del hecho de que hayan causado graves problemas sociales mientras levantaban sus fortunas. Los foros de contactos entre élites como el del Instituto Aspen o la Iniciativa Clinton Global acicalan a los ricos para que se autodesignen lideres sociales del cambio que atajen los problemas que personas como ellos han contribuido a crear o mantener.
Ha nacido una nueva raza de las así llamadas corporacionesB con mentalidad comunitaria , reflejando aun más fe en que el propio interés ilustrado es el mas seguro garante del bienestar público – en lugar de las regulaciones estatales. Una pareja de billonarios de Sillicon Valley fundaron una iniciativa para repensar el Partido Demócrata, y uno de ellos abogaba, sin un atisbo de ironía, que las metas son dar voz a los sin voz y reducir la influencia que la gente rica tiene sobre ellos.
Este tipo de élites creen y promueven la idea de que el cambio social puede perseguirse principalmente a través del mercado libre de la acción voluntaria -y no a través de la vida pública, la ley y la reforma de las instituciones que comparte la gente- supervisado por los triunfadores del capitalismo y sus aliados, sin antagonismo a sus necesidades y de que los grandes beneficiarios del status quo deberían jugar un rol de liderazgo en las reformas.
Esto es lo que yo llamo MundoMercado -una élite poderosa en ascenso definida por los impulsos concurrentes para hacer el bien y para cambiar el mundo mientras se benefician del status quo. Consiste en personas ilustradas del mundo de los negocios y sus colaboradores del mundo de la caridad, la academia, los medios, los gobiernos y las consultorías. Tienen su propia inteligencia a quien se la llama “lideres del pensamiento”, su propio lenguaje, e incluso su propio territorio -incluyendo un cambiante archipiélago de conferencias cuyos valores son reforzados, extendidos y trasladados a la acción. Las élites del MundoMecado a menudo hablan el lenguaje de “cambiar el mundo” y de “hacer del mundo un lugar mejor” -lenguaje más típicamente asociado a las protestas en las barricadas que a los hoteles de lujo y las estaciones de sky. Pero nos quedamos con el hecho ineludible de que, a pesar de que estas élites hayan podido hacer mucho para mejorar, han seguido acumulando una parte abrumadora del progreso mientras la vida media de los norteamericanos apenas a mejorado, y mientras todas las instituciones norteamericanas, con la excepción del ejercito, adolecen de una pérdida de confianza
Una de las figuras principales de esta nueva perspectiva para cambiar e mundo es el expresidente de los Estados Unidos Bill Clinton. Después abandonar el cargo en 2001, defendió, a través de su fundación y las reuniones anuales de la Iniciativa Clinton Global en Nueva york, un modo de mejora basado en la colaboración público-privada que pone juntos a actores como Goldman Sachs, la Fundaciones Rockefeller o McDonald y sus socios gubernamentales, para solucionar los grandes problemas en la forma en que lo harían los plutócratas.
Después de la erupción populista que resultó en la derrota electoral de Hillary Clinton en 2016, le pregunté al expresidente lo que pensaba sobre lo que estaba detrás de la oleada de ira pública. “El dolor y la ira en la carretera que vemos reflejada en las elecciones se ha gestado durante mucho tiempo”, dijo. Pensaba que la ira “está siendo alimentada en parte por el sentimiento de que la gente más poderosa en el gobierno, la economía y la sociedad ni les preocupa ni los menosprecia. Quieren ser parte del progreso hacia la igualdad de oportunidades, la estabilidad y la prosperidad compartidas.” Pero cuando llegó el momento de sus propuestas de solución, sonaban demasiado al modelo con l que ya estaba comprometido: “la única respuesta es construir una alianza creativa y agresiva entre todos los niveles del gobierno, el sector privado y las organizaciones no gubernamentales para hacerlo mejor.”
En otras palabras, la única respuesta es perseguir el cambio social fuera de los foros públicos tradicionales, con los representantes políticos de la humanidad como un elemento entre otros, y con las corporaciones como grandes voces patrocinadoras (o no) de las iniciativas. La ira pública, por supuesto, ha sido dirigida en parte por las élites contra las que se trató de levantar, que apostó por la teoría postpolítica de la solución de los problemas, que perdió la confianza de millones de personas, haciéndolas sentir traicionadas y descuidadas.
Los que la gente ha estado rechazando en los Estados Unidos -y en Reino nido, Hungría y otros lugares- ha sido, en su opinión, el gobierno de las élites que ha puesto la búsqueda del beneficio por encima de las necesidades de sus vecinos y conciudadanos. Han sido élites que han sido más leales consigo mismas que con sus propias comunidades; élites que a menudo han mostrado mejor interés en distantes causas humanitarias que en el dolor de las personas a 10 kilómetros al este o al oeste. Los ciudadanos frustrados piensan que no tienen poder sobre las hojas de cálculo o los powerpoint con los que la élite ha ganado poder sobre ellos – ya sea para cambiar sus horarios, automatizar su planta, o que el plan curricular de un billonario se convierta silenciosamente en la ley educativa para sus hijos. Lo que no toleran es que el mundo sean cambiado sin ellos.
Lo que deja una cuestión para todos nosotros: estamos listos para entregar nuestro futuro a las élites plutocráticas, lo que hoy parece ser una apuesta revolucionaria? ¿Estamos listos para declarar fallida la democracia participativa y para declarar estas otras formas privadas de dirigir los cambios como la nueva trayectoria a seguir? ¿es el decrépito estado del autogobierno de los estados unidos una excusa para dejarlo que se atrofie todavía más? ¿o la democracia, en la que supuestamente todos tenemos voz, es valiosa para seguir luchando por ella?
No hay duda de que la élite norteamericana de hoy puede ser la mas comprometida socialmente de la historia. Pero, a la luz de los números, también está entre las más depredadoras. Rechazando arriesgar su modo de vida, rechazando la idea de que los poderosos quizá deban sacrificarse por el bien común, se adhieren a un conjunto de acuerdos sociales que los faculta para monopolizar el progreso para dar después simbólicas sobras a los abandonados – muchos de los cuales no las necesitarían si la sociedad funcionase razonablemente bien. Es vital que intentemos entender la conexión entre la depredación de las élites y sus preocupaciones sociales, entre su ayuda extraordinaria y su extraordinario acaparamiento, entre el aprovechamiento de un status quo injusto y los intentos por repartir lo que quede de él. También es importante entender la forma en que las élites ven el mundo para que podamos valorar mejor los méritos y las limitaciones de sus campañas a favor de cambiar el mundo.
Hay muchas formas de dar sentido a las preocupaciones y depredaciones de la élite. La primera es que las élites hacen lo mejor que pueden. El mundo es como es, el sistema es el que es y sus fuerzas son tan grandes que nadie las puede resistir, y los más afortunados tratan de ayudar. Esta visión podría justificar la ayuda de la élite como una gota en el mar, pero se asegura de que al menos sea una gota. Una visión un tanto más crítica es que el cambio es bienintencionado, pero inadecuado. Trata los síntomas, no las causas radicales -no cambia los fundamentos de nuestras dolencias. Según esta visión, la élites esta eludiendo el deber de una reforma mas profunda.
Hay todavía otra perspectiva, más oscura, para juzgar lo que sucede cuando las élites se ponen a sí mismas en la vanguardia del cambio social: haciéndolo no solo impiden cambios mayores, sino que les ayuda a seguir donde están. Después de todo, quita ventaja a la ira pública al ser excluída del progreso y mejora la imagen de los ganadores. A través de medias-medidas privadas y voluntarias, desplaza soluciones públicas que podrían solucionar problemas para todos, y hacerlo con o sin la bendición de la élite. No hay duda de que la corriente del cambio social liderado por la élite hace mucho bien, alivia el dolor y salva vidas, pero deberíamos acordarnos de las palabras de Oscar Wilde que decía que esta clase de ayuda no es “una solución, sino un agravante del problema”. Hace más de un siglo, en un tiempo de revuelta como el nuestro, escribió: “como el peor de los esclavistas son aquellos que son amables con sus esclavos, evitando que el horror del sistema fuera realizado por quienes lo padecían, y entendido por quienes lo contemplaban, así, en el estado actual de las cosas en Inglaterra, las personas que haces más daño son las que intentan hacer el mayor bien”.
La formulación de Wilde puede sonar extrema actualmente: ¿cómo podría haber algo malo en intentar hacer el bien? La respuesta podría ser: cuando lo bueno es cómplice de un mayor daño, sobretodo si es invisible. En nuestra era, el mal es la concentración de dinero y poder entre los menos, quienes cosechan de ella un monopolio sobre los beneficios del cambio. Y el hacer bienintencionado de las élites tiene no solo a dejar intocada esa concentración, sino a apuntalarla. Cuando las élites asuman el liderazgo del cambio social, serán capaces de redefinir lo que el propio cambio deba ser, de presentarlo como algo que nunca deba amenazar a los ganadores. En una era definida por la brecha entre lo que tienen poder y los que no, las élites han extendido la idea de que la gente debe ser ayudada, pero sólo en formas amigables con las técnicas del mercado que no perturben las ecuaciones fundamentales del poder. La sociedad debe cambiar de forma que no cambien el sistema económico subyacente que ha permitido ganar a los ganadores y que fomenta los problemas que pretende resolver.
La amplia fidelidad a esta ley ayuda a dar sentido a lo que observamos a nuestro alrededor: gente poderosa peleando para “cambiar el mundo” en formas que lo mantengan igual, y “devolver a la sociedad” de forma que se mantenga la indefendible distribución de influencia, recursos y herramientas. ¿Hay alguna forma mejor de hacerlo?
La Secretaría General de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), una organización sobre investigación de políticas públicas, ha comparado la postura prevaleciente de la élite con la del aristócrata Tancredo Falconeri, de la novela “el leopardo” de ficción de Giuseppe Tomasi di Lampedusa: si queremos que las cosas continúen como están, deben cambiar.” Si esta visión es correcta, entonces mucha de la caridad, innovación social y el marketing de compra y dona, no serían medidas de reforma sino medidas de autoconservación y defensa -medidas que protegen a las élites de cambios más amenazadores. Entre las cosas que han sido marginadas, el líder de la OCDE señala: “crecientes desigualdades de ingresos, riqueza y oportunidades; la creciente desconexión entre finanzas y economía real; grandes divergencias en niveles de productividad entre trabajadores, compañías y regiones; dinámicas en las que los ganadores recogen la mayoría de los beneficios en muchos mercados; limitada progresividad del sistema tributario; corrupción y captura de las instituciones políticas por intereses creados; falta de transparencia y participación de los ciudadanos comunes en la toma de decisiones; la solvencia de la educación y los valores que trasmitimos a las generaciones futuras.” Las élites, escribe, han encontrado miles de formas para “cambiar cosas superficiales de forma que en la práctica nada cambie, frecuentemente con el consentimiento pasivo de los más necesitados.”
Es apropiado que una era marcada por estas tendencias pueda culminar con la elección de Donald Trump. Es, al mismo tiempo, exponente, explotador y personificación del culto al cambio social liderado por la élite. Ha pulsado, como mucho otros hicieron con éxito previamente, la tecla de que las élites han estado abogando falsamente por lo que iba a ser mejor para la mayoría de los norteamericanos. Ha explotado esa intuición espoleando la rabia frenética y dirigiéndola, no a las élites, sino a los americanos más marginados y vulnerables. Ha venido a encarnar el fraude que alimentó su triunfo y que ha explotado desde entonces. Se ha convertido, como las élites a las que atacaba, en una figura del establishment que se autoproclama falsamente como un renegado. Se ha convertido en el hombre rico y educado que se presenta como el protector más hábil de los pobres e iletrados -insistiendo, contra toda evidencia, que sus intereses nada tienen que ver con el cambio que persigue. Se ha convertido en el jefe de ventas de la teoría: generoso con los agentes plutocráticos del cambio que consideran que lo es mejor para los poderosos es también mejor para los que no lo son. Trump es la reducción al absurdo de una cultura que atribuye el reformismo del sistema a las élites que han dejado al resto morder el polvo.
Quienes votaron por Trump y quienes lo desprecian comparten -como quizá suceda con quienes apoyan o rechazan el Brexit- es una sensación de que el país requiere reformas profundas. La pregunta es si a las élites adineradas, que todavía gobiernan el gallinero de la economía y que ejercen una enorme influencia en los pasillos del poder político, se les debería permitir continuar su conquista del cambio social y de la persecución de la igualdad. La única cosa mejor que controlar el dinero y el poder en controlar los esfuerzos en cuestionar la distribución del dinero y el poder. La única cosa mejor que ser un zorro, es serlo y cuidar de las ovejas.
Lo que está en cuestión es si la reforma de nuestra vida en común debe ser dirigida por gobiernos electos y por gente que rinda cuentas a la gente, o por élites poderosas que dicen conocer nuestro mejor interés. Debemos decidir si, en el nombre de los valores en auge como la eficiencia y la jerarquía, permitiremos que los propósitos democráticos sean usurpados por actores privados que, a menudo, aspiran de forma genuina a mejorar las cosas y, lo primero es lo primero, protegerse a uno mismo. Si, el gobierno norteamericano es disfuncional ahora mismo y esa es la razón por la que hay que intentar repararlo como nuestra prioridad nacional más urgente. Las soluciones alternativas para nuestras democracias con problemas hacen aún más débiles las democracias. Debemos preguntarnos a nosotros mismos por qué hemos perdido tan fácilmente la fe en los motores del progreso que nos han conducido donde estamos ahora -en los esfuerzos democráticos para proscribir la esclavitud, el trabajo infantil, limitar la jornada laboral, mantener seguros los medicamentos, proteger la negociación colectiva, crear escuelas públicas, combatir la gran depresión, electrificar la américa rural, conectar a todo el país por carretera, perseguir una sociedad sin pobreza, extender los derechos civiles y políticos a las mujeres y afroamericanos y otras minorías, y dar a nuestro conciudadanos salud, seguridad y dignidad en su vejez.
Gran parte de lo que parece requerir reformas en nuestro tiempo es de hecho defender el estado. Cuando miramos los mitos que alientan este malentendido, el camino del cambio genuíno saltará a la vista. Podría ser de nuevo posible que cambiemos el mundo sin el permiso de los poderosos.