Así pues, dieciocho meses después de mi partida, llegué a Inglaterra con un par de pantalones rotos, siete libretas de apuntes sobre África occidental, una máquina de fotos llena de arena y una denuncia en italiano. Había perdido dieciocho kilos, mi piel había adquirido un color marronáceo y tenía los globos oculares de un tono amarillo fuerte.
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La paradoja del viajero espacial einsteniano es una de las que más ha dado que pensar a los matemáticos. Después de recorrer el universo a gran velocidad durante unos meses, regresa a la Tierra y descubre que en realidad han transcurrido décadas enteras. El viajero antropológico se encuentra en la posición opuesta. Durante lo que parece un periodo de tiempo extraordinariamente largo, permanece aislado en otros mundos, donde se plantea problemas cósmicos y envejece de forma considerable, para regresar y descubrir que tan sólo han pasado unos meses. La bellota que plantó no se ha convertido en un gran árbol, apenas ha tenido tiempo de sacar en débil brote, sus hijos no se han vuelto adultos y únicamente sus más íntimos amigos han notado su ausencia.
Además, resulta ciertamente insultante comprobar lo bien que funciona el mundo sin uno. Mientras el viajero ha estado cuestionando sus creencias más fundamentales, la vida ha seguido su curso sin alteraciones. Los amigos siguen coleccionando cazuelas francesas idénticas y la acacia del fondo del jardín sigue creciendo espléndidamente.
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Una extraña sensación de distanciamiento se apodera de uno, no porque las cosas hayan cambiado sino porque uno ya no las ve «naturales» o «normales». «Ser inglés» le parece a uno igual de ficticio que «ser dowayo». Se encuentra uno hablando de las cosas que les parecen importantes a los amigos con la misma seriedad indiferente con que se puede hablar de brujería con los indígenas. El resultado de esta falta de integración es una sensación creciente de inseguridad reforzada por el gran número de blancos presurosos que uno encuentra a cada paso.
Todo lo relacionado con las compras resulta dificilísimo. Ver los estantes de un supermercado repletos de alimentos produce una nauseabunda aversión o un estremecimiento de impotencia. Yo o bien daba tres vueltas a la tienda y luego abandonaba todo intento de decidir, o bien me compraba grandes cantidades de los artículos más lujosos y salía muerto de miedo de que me los quitaran.
Tras meses de aislamiento, mantener conversaciones educadas se vuelve extraordinariamente difícil. Los largos silencios se interpretan como muestras de disgusto disimulado mientras que la gente de la calle reacciona bastante mal ante alguien que hable solo. Ajustarse a las normas de relación también plantea problemas. Un día un lechero me dejó en la puerta unas botellas que yo no había pedido y salí corriendo detrás de él dando gritos a la manera de África occidental. Creo que incluso lo agarré por la solapa. El pobre hombre se quedó desconcertadísimo. En África occidental no habría demostrado otra cosa que firmeza, en Inglaterra me comportaba como un insufrible patán. Verse de repente así puede constituir una experiencia humillante.
Por otra parte, algunas cosas nimias producen una inmensa satisfacción. Yo me volví adicto a los pastelitos de nata, un amigo desarrolló una insaciable pasión por las fresas. El agua corriente y la luz eléctrica me resultaban francamente increíbles. Pero al mismo tiempo desarrollé extrañas manías. Me molestaba tirar las botellas vacías y las bolsas de papel; con lo valiosas que eran en África… El mejor momento del día lo vivía al despertar sobresaltado y sentir un alivio de no encontrarme ya en África. Los cuadernos yacían desatendidos en el escritorio; sólo el tocarlos me daba una aversión que me duró varios meses.
Una de las experiencias psicológicas más extrañas fue la llegada del baúl de vasijas que tenía la sensación de haber mandado hacía meses (…) siempre choca recibir un paquete que se ha enviado uno mismo; parece revelar una doble personalidad, sobre todo cuando la persona que lo mandó se está convirtiendo tan deprisa en un extraño para el receptor (…) El investigador de campo retornado acepta ambas posiciones pero no se identifica con ninguna.
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Por otra parte, mi vaga fe liberal en la salvación cultural y económica del Tercer Mundo había sufrido también un duro golpe. Es característica común a los investigadores que retornan, mientras van dando traspiés por su propia cultura con la torpeza de los astronautas recién llegados del espacio, sentirse incondicionalmente agradecidos de ser occidentales, de vivir en una cultura que de repente parece muy valiosa y vulnerable; yo no era la excepción. La resaca antropológica no es más efectiva como terapia de aversión que cualquier otra. Seis meses más tarde, regresaba al país Dowayo.
Nigel Barley – El antropólogo inocente