Nigel Barley – La paradoja espacial del antropólogo

Así pues, dieciocho meses después de mi partida, llegué a Inglaterra con un par de pantalones rotos, siete libretas de apuntes sobre África occidental, una máquina de fotos llena de arena y una denuncia en italiano. Había perdido dieciocho kilos, mi piel había adquirido un color marronáceo y tenía los globos oculares de un tono amarillo fuerte.

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La paradoja del viajero espacial einsteniano es una de las que más ha dado que pensar a los matemáticos. Después de recorrer el universo a gran velocidad durante unos meses, regresa a la Tierra y descubre que en realidad han transcurrido décadas enteras. El viajero antropológico se encuentra en la posición opuesta. Durante lo que parece un periodo de tiempo extraordinariamente largo, permanece aislado en otros mundos, donde se plantea problemas cósmicos y envejece de forma considerable, para regresar y descubrir que tan sólo han pasado unos meses. La bellota que plantó no se ha convertido en un gran árbol, apenas ha tenido tiempo de sacar en débil brote, sus hijos no se han vuelto adultos y únicamente sus más íntimos amigos han notado su ausencia.

Además, resulta ciertamente insultante comprobar lo bien que funciona el mundo sin uno. Mientras el viajero ha estado cuestionando sus creencias más fundamentales, la vida ha seguido su curso sin alteraciones. Los amigos siguen coleccionando cazuelas francesas idénticas y la acacia del fondo del jardín sigue creciendo espléndidamente.

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Una extraña sensación de distanciamiento se apodera de uno, no porque las cosas hayan cambiado sino porque uno ya no las ve «naturales» o «normales». «Ser inglés» le parece a uno igual de ficticio que «ser dowayo». Se encuentra uno hablando de las cosas que les parecen importantes a los amigos con la misma seriedad indiferente con que se puede hablar de brujería con los indígenas. El resultado de esta falta de integración es una sensación creciente de inseguridad reforzada por el gran número de blancos presurosos que uno encuentra a cada paso.

Todo lo relacionado con las compras resulta dificilísimo. Ver los estantes de un supermercado repletos de alimentos produce una nauseabunda aversión o un estremecimiento de impotencia. Yo o bien daba tres vueltas a la tienda y luego abandonaba todo intento de decidir, o bien me compraba grandes cantidades de los artículos más lujosos y salía muerto de miedo de que me los quitaran.

Tras meses de aislamiento, mantener conversaciones educadas se vuelve extraordinariamente difícil. Los largos silencios se interpretan como muestras de disgusto disimulado mientras que la gente de la calle reacciona bastante mal ante alguien que hable solo. Ajustarse a las normas de relación también plantea problemas. Un día un lechero me dejó en la puerta unas botellas que yo no había pedido y salí corriendo detrás de él dando gritos a la manera de África occidental. Creo que incluso lo agarré por la solapa. El pobre hombre se quedó desconcertadísimo. En África occidental no habría demostrado otra cosa que firmeza, en Inglaterra me comportaba como un insufrible patán. Verse de repente así puede constituir una experiencia humillante.

Por otra parte, algunas cosas nimias producen una inmensa satisfacción. Yo me volví adicto a los pastelitos de nata, un amigo desarrolló una insaciable pasión por las fresas. El agua corriente y la luz eléctrica me resultaban francamente increíbles. Pero al mismo tiempo desarrollé extrañas manías. Me molestaba tirar las botellas vacías y las bolsas de papel; con lo valiosas que eran en África… El mejor momento del día lo vivía al despertar sobresaltado y sentir un alivio de no encontrarme ya en África. Los cuadernos yacían desatendidos en el escritorio; sólo el tocarlos me daba una aversión que me duró varios meses.

Una de las experiencias psicológicas más extrañas fue la llegada del baúl de vasijas que tenía la sensación de haber mandado hacía meses (…) siempre choca recibir un paquete que se ha enviado uno mismo; parece revelar una doble personalidad, sobre todo cuando la persona que lo mandó se está convirtiendo tan deprisa en un extraño para el receptor (…) El investigador de campo retornado acepta ambas posiciones pero no se identifica con ninguna.

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Por otra parte, mi vaga fe liberal en la salvación cultural y económica del Tercer Mundo había sufrido también un duro golpe. Es característica común a los investigadores que retornan, mientras van dando traspiés por su propia cultura con la torpeza de los astronautas recién llegados del espacio, sentirse incondicionalmente agradecidos de ser occidentales, de vivir en una cultura que de repente parece muy valiosa y vulnerable; yo no era la excepción. La resaca antropológica no es más efectiva como terapia de aversión que cualquier otra. Seis meses más tarde, regresaba al país Dowayo.

Nigel Barley – El antropólogo inocente

Sobre el Cándido de Voltaire

candido cacambo conocen a un esclavo del azucar en surinam                             Cándido y Cacambo conocen a un esclavo del azucar en Surinam

Quizá la virtud más característicamente filosófica sea la ironía, y tal vez sus dos máximos representantes, Sócrates y Voltaire, coincidan en tener la capacidad de afilarla hasta convertirla en una venenosa crítica intelectual y social a los tiempos tan convulsos que les tocó vivir. Es habitual considerar que el valor de las grandes figuras del pensamiento se mide en función de su capacidad para leer las contradicciones de su tiempo. Siendo así, no conocemos a estos dos hitos por sus graves e ininteligibles tratados, sino por anécdotas, diálogos y cuentos que transiten -quizá más fielmente dos lecciones en lugar de una: una lección sobre la estupidez histórica de la humanidad y una poderosa evocación moral. Mientras que los diálogos socráticos nos transmiten una muerte fiel a las instituciones democráticas y una inquebrantable fe en el futuro; Voltaire hace gala -a pesar de la cárcel- de una entereza moral que contrasta también con la ligereza, gracia y fluidez de su estilo.

La frágil ironía, surfeando confiada la tempestad, encuentra en el tema del optimismo su reto más difícil. Cándido (escrito en el invierno de 1758) trata de mostrar, en una suerte de protorealismo mágico, una actitud frente a la realidad: al volver cotidianas las locuras de todo un siglo a través del pauperismo, la guerra imperialista, la riqueza pomposa del poder o la hipócrita dignidad de las naciones no hace sino enfrentar la realidad al fantasma del «optimismo leibniziano» que cree que vivimos «en el mejor de los mundos posibles». La actitud de Voltaire no es otra que hacer que realidad y ficciones se enfrenten en una pesadilla esperpéntica para el protagonista. La muerte de Sócrates parecía haber condenado a la filosofía a un luto pesado e interminable, pero con Voltaire, la crítica renace y brilla con el mejor de sus semblantes.

A través de un viaje de peripecias por medio mundo, cuya verosimilitud se subordina al humor y la denuncia, Cándido acaba convencido de que el optimismo «no es sino el empeño en sostener que todo es magnífico cuando todo es pésimo». ¿Qué pensar de un mundo en el que «Francia e Inglaterra se hacen la guerra por unas cuantas millas de tierra nevada en Canadá, y que gastan en esa tonta disputa mucho más de lo que todo el Canadá vale»? ¿Cómo decir cuando «los débiles odian a los poderosos y se arrastran a sus pies; pero los poderosos les tratan como rebaños cuya carne y su lana se vende»? ¿Qué le ocurre al globo cuando «todo está al revés entre los hombres, y nadie conoce sus derechos ni sus deberes y donde todo el tiempo se gasta en querrellas impertinentes: jansenitas contra monistas, parlamentarios contra eclesiásticos, letrados contra letrados, burgueses contra el pueblo, mujeres contra maridos y parientes contra parientes»? Puede que después de todo la respuesta sea que Dios sólo hizo el mundo «para hacernos rabiar».

Frente a las locuras de la civilización, Cándido encuentra refugio en El Dorado, el paraíso soñado de los españoles. Voltaire nos presenta, por contraste, la serenidad de la vida y la sencillez de las costumbres, reproduciendo nuevamente el clásico mito del buen salvaje. Este gesto debe ponerse en un contexto en el que el autor huye de la Francia revolucionaria que da muerte a enciclopedistas como Diderot buscando tranquilidad en Suiza. Finalmente, el refugio se convierte en una jaula de acoso y prohibiciones como las que sufrieron los indios americanos, frente a la cual añorar el lugar tranquilo de Turquía donde Cándido encuentra por fin reposo: «más vale que cultivemos nuestro jardín» como único medio de hacer este absurdo tolerable.