Igualdad y diferencia: las políticas públicas ante el cambio social.

Quedan lejos los días en que la antropología gozaba del estudio de lo salvaje. Hoy, en un mundo dominado por un cambio e intercambio social trepidante, los profesionales del estudio de las diferencias cuentan con imágenes de la alteridad u otredad más sutiles y próximas. Como dijo el eminente antropólogo norteamericano Clifford Geertz: ‘el mundo actual es un collage y se parece más a un bazar kuwaiti que un club de caballeros ingleses.’

La revolución de los transportes, de los medios de comunicación masivos y digitales, las migraciones transnacionales, el comercio mundial, etc… han contribuído a la formación de un crisol diverso al que se suma el reconocimiento acelerado de nuevas diferencias socialmente relevantes: la nacionalidad, el sexo, la raza, la edad, el idioma, la religión, la ideología política, la identidad sexual, la discapacidad, etc. Todas -innumerables- son objeto de la identidad personal, de la adscripción social y puestas a disposición de la sociedad y de sus caprichosas fuerzas.

Pero la idea de persona y de sociedad no pueden presentarse como antagónicas. Antes bien, nuestros ordenamientos jurídicos, al menos desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1945, reconociendo la dignidad de la persona, funda una sociedad en ‘estado de derechos’ en los que los individuos y grupos se implican mutuamente, pero sin llegar a disolverse. Las democracias actuales, y especialmente las del bienestar – erigidas contra la experiencia totalitaria de reducción de la pluralidad a una masa- son el instrumento que aspira a la justicia, entendida como un orden no espontáneo de las fuerzas sociales, sino construído a partir de ellas.

Tras esta introducción se dividirá el ensayo en dos partes. En la primera se tratarán los conceptos fundamentales de igualdad y diferencia, así como su evolución en el tiempo. En la segunda parte, se tratarán los fundamentos de las políticas públicas que tratan de garantizar la igualdad en la diferencia. En ambas partes se prestará, por su carácter radical y de actualidad política, una especial atención a la diferencia sexual y de género como diferencia paradigmática extrapolable a todas las demás.

Se da paso a la primera parte haciendo una breve exposición de los modelos de reconocimiento de la diferencia. El primero sería el modelo hobbesiano del estado de naturaleza y de la libertad individual absoluta, que confía al libre arbitrio y a la fuerza la defensa o represión de las diversas identidades. Este paradigma ‘libertario’ coincide con la ausencia completa derechos y garantías. El resultado derivado de su aplicación concreta a la diferencia sexual a consistido en la superioridad del varón sobre la mujer y su relegación al papel doméstico. En la peor de las situaciones, el trato de superioridad se salda con la muerte, lo cual ha sido extrapolable también a las personas de diferente credo, etnia, etc y a la comisión de diferente tipo de limpieza étnica o genocidio.

En segundo lugar, se encuentra el modelo de la diferenciación jurídica, en la que algunas identidades son asumidas o reconocidas como un status privilegiado, como fuente de derechos y poder; mientras que otras se convierten en situaciones formal y estructuralmente subordinadas. Su ejemplo más remoto sería el sistema de castas, pero algunos otros ejemplos más cercanos son el sufragio censitario que excluía de la participación a los proletarios; o el sufragio universal masculino, que excluía hasta muy recientemente a las mujeres. Incluso en Estados Unidos se mantuvo la esclavitud hasta bien avanzada la mitad del SXX y el régimen del Apartheid sudafricano sobrevivió hasta 1994. Destaca en este sentido la sanción jurídica de estas diferencias.

En tercer lugar estaría el modelo de la homologación jurídica de las diferencias, negando su persistente realidad social en pro de una igualdad abstracta. Bajo estas condiciones, una identidad ‘normativa’ es favorecida en detrimento de todas las identidades diferentes. La consecuencia más palpable han sido las políticas asimilacionistas que no ponen en cuestión la parcialidad del sujeto universalizado – habitualmente el varón blanco, adulto y propietario- que sirve de canon para la igualación de todos los demás. Precisamente porque desconocidas del derecho, las diferencias resultan penalizadas de hecho.

En este sentido cabe recordar, por ejemplo, la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, que se constituye como la norma fundamental de los estados liberales y que ya reconoce nominativamente al hombre (burgués) como sujeto normativo de sus derechos. La igualdad proclamada se convierte en una mistificación. Por eso Joseph de Maistre pudo criticarla al alegar que en el mundo hay franceses, italianos rusos e incluso persas, pero que el Hombre – con mayúscula- no existe, y si existe, no lo conoce. E, igualmente y por el mismo motivo, fue parafraseada por Olympe de Goudes en la la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana en 1791. En el particular caso de las mujeres, los específicos fenómenos del techo de cristal o la doble jornada ponen de manifiesto cómo la maternidad (o su mera posibilidad) puede afectar a la igualdad. La promoción social se logra, en estos casos, renunciando a la misma y sólo gracias a la persistencia y la suerte.

Por último, en cuarto lugar, se encuentra la valoración jurídica de las diferencias, siendo el modelo más reciente. Se basa en la igualdad de derechos fundamentales y en unas garantías para asegurar su efectividad. El reconocimiento de la dignidad de la persona y del libre desarrollo de su personalidad no son abandonados al libre juego social, sino que se hacen objeto de especial protección. Se asume que todos tienen igual derecho a las diferencias que constituyen su identidad como un individuo diverso, pero como una persona igual a todas las demás. Este es precisamente el caso de España tal y como pone de manifiesto los artículos art 9.2, 10 y 14 de la Constitución.

Por ello, en las democracias desarrolladas, la igualdad no es sólo una norma que la da por supuesta a pesar de las dinámicas sociales, sino que la considera ante todo un valor constitucional; no una aserción, sino una prescripción. Parte de la base de que igualdad y la diferencia no son términos antagónicos sino complementarios: la igualdad jurídica y de trato de todas las personas requiere que las diferencias sean tuteladas en garantía de la igualdad.

Esta filosofía se basa en dos pilares: el primero es el conjunto de personas (la extensión) a la que se aplica; el segundo es el conjunto de derechos (la intensión) que se les reconoce. Ha sido especialmente tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1945 cuando este paradigma se extiende a toda la humanidad y para un conjunto de derechos civiles, políticos, económicos y sociales. Sólo en los ordenamientos constitucionales pervive la rémora nacional que excluye en diverso grado del disfrute de los derechos fundamentales a los extranjeros y apátridas.

En definitiva, podemos extraer una serie de definiciones básicas a tener en cuenta. La igualdad es una norma que obliga al igual trato, pero también es un valor que debe informar la práctica de todo poder público. La diferencia son rasgos naturales o culturales que distinguen a personas o grupos y que son protegidos por derechos y tutelados por garantías. La desigualdad -económica, social o de cualquier otro tipo- consiste en los distintos derechos patrimoniales y sus respectivas posiciones de poder. Por último, la discriminación es una desigualdad antijurídica (prohibida) concerniente al tratamiento de las diferencias. Es la elaboración de garantías idóneas para removerlas (según el art 9.2 CE) la que es objeto de las políticas públicas de igualdad a las que se dedica la segunda parte del ensayo.

Los sistemas actuales de protección de los derechos parten de la identificación del derecho a la igualdad con el derecho a la identidad del diferente. Esto implica necesariamente asumir que ninguna identidad o pertenencia puede asumir una relevancia jurídica superior y conformarse en status o privilegio. Por último, las políticas de igualdad no pueden partir de la proclamación de la norma-valor de igualdad sino de los hechos; no de la igualdad, sino de sus violaciones, de las discriminaciones sufridas por las diferencias.

Para ello, se han diseñado al menos dos sistemas de protección que Isaiah Berlin distinguió como libertad negativa y libertad positiva. El primero consiste en los derechos de protección contra la lesión que impiden la acción arbitraria de terceros -sean públicos o privados. El segundo sistema consiste en los derechos de expectativa que imponen deberes de actuación a los poderes públicos para satisfacer los intereses legítimos de las personas.

Los sistemas de protección de libertad negativa han sido desarrollados por los sistemas liberales y suelen prestarse menos a la discriminación. Vale citar como ejemplos la libertad de conciencia, de opinión, de reunión de manifestación, de protección frente a detenciones arbitrarias, de tutela judicial efectiva, etc. No obstante, estos sistemas de garantía no implican la exclusión por principio de conductas prohibidas, sino en la posibilidad de reconocerlas y repararlas cuando estas se producen. A pesar de la crítica que han sufrido por considerarse un mecanismos insuficiente e instrumental, lo cierto es que su reconocimiento y ejercicio ha tenido una contribución difícil de exagerar para la promoción de derechos de colectivos excluídos o discriminados.

Sin embargo, es en los sistemas de protección positiva donde se encuentran más dificultades. Podemos citar algunos derechos en los que las expectativas de los sujetos no están satisfechas adecuadamente por la existencia de algún tipo de barrera que impide su plenitud. Algunos ejemplos podrían ser el derecho al trabajo, el sufragio pasivo, el acceso y la carrera en la función pública y, en general todos aquellos derechos con una dimensión distributiva.

Las políticas de ‘acción positiva’ ofrecen, en este sentido, una tentativa de solución si bien que no exenta de polémica. Y es que sugieren finalidades de tutela que sancionarían de hecho la desigualdad en detrimento de cuestiones individuales de ‘mérito’. Pero, por otro lado, si se reconoce la existencia de reglas sociológicas de preferencia por determinados sujetos o grupos hegemónicos, se justificaría la introducción de otra regla (en este caso jurídica) que seleccione positivamente la diferencia discriminada. La práctica legislativa en España ha venido a sancionar disposiciones como la ley orgánica 2/2004 de protección integral contra la violencia de género o la ley orgánica 3/2007 de igualdad efectiva de mujeres y hombres que inciden en aspectos como la modificación de la carga de la prueba en delitos de naturaleza sexual o la implicación de todas las administraciones en la promoción de la igualdad real entre hombres y mujeres.

Sin embargo, que sea la práctica administrativa y judicial la que tutele los derechos en consonancia con la mera voluntad del legislador es contrario al espíritu de que sean las constituciones y sus principios y valores fundamentales las que vinculen y limiten las decisiones de un legislador cambiante según los ciclos políticos. Es precisamente contra los gobiernos totalitarios que reducen la pluralidad a la masa o a la nada contra los que se alzan los derechos fundamentales. Y por eso, se caracterizan precisamente por ser indisponibles y por gozar de mecanismos adicionales de protección frente a todo tipo de arbitrariedades. Esto es especialmente aplicable al caso de España en relación a los principios rectores de la política social y económica.

En este sentido, Will Kymlicha, en su defensa del multiculturalismo (o del pluralismo sociocultural en general), ha defendido la introducción de modificaciones constitucionales y legales para el reconocimiento de derechos específicos como son derechos de autogobierno, derechos de naturaleza diferencial y derechos especiales de representación. Todos ellos combinan una dimensión distributiva con una dimensión de reconocimiento del valor de la diversidad.

Respecto del autogobierno, España es ejemplo de un país materialmente federal en el que las nacionalidades gozan de gran autonomía. No obstante, las tendencias centrifugas pueden conducir al reconocimiento asimétrico que, hasta ahora, ha inducido una respuesta de agravio comparativo y una exigencia de equiparación. De esta forma, el desarrollo del estado autonómico ha sido conflictiva pero fructífera. No obstante su crisis permanente de identidad y estructura conducen en la actualidad a un momento de especial incertidumbre respecto a su futuro.

Los derechos de naturaleza diferencial con resultado de la denuncia del sujeto hegemónico o normativo . Se argumenta que la administración (especialmente la educativa, pero no en exclusiva) es una institución de socialización y relación culturalmente relevante y con capacidad asimiladora y en todo caso, conformadora de la identidad y personalidad. Por tanto, las personas que pierden involuntariamente sus rasgos diferenciales, pierden parte de su individualidad y por tanto, de su derecho a ser diferentes. Para evitarlo se pretende una especial protección a las manifestaciones diferenciales de la lengua y la cultura local y regional. En este sentido, España se dotó con los mecanismos constitucionales (especialmente el articulo 3, 4 y 18 y 27) cuyo desarrollo legislativo y, en su caso, estatutario, dan cuenta de la protección de la diversidad.

Por último, cabe hablar de los derechos especiales de representación. Cabe hacer aquí una doble distinción. En primer lugar, en los estados decentralizados o multinacionales, es común reservar distritos a minorías territorialmente concentradas. En el caso Español, las provincias y comunidades autónomas reflejan adecuadamente esa diversidad y los partidos nacionalistas cuentan con representación tanto en el Congreso como en el Senado, como cámara territorial. No obstante, la objeción de que la mayoría de los representantes todavía obedece mayoritariamente al canon masculino se han introducido cambios para favorecer la presencia equilibrada de mujeres y hombres en todas las listas electorales independientemente de su nivel.

En conclusión, el concepto de igualdad es enriquecido y confirmado por el análisis y el reconocimiento de las diferencias y sus implicaciones para una sociedad democrática y pluralista. Tomársela en serio implica reconocer que la igualdad quizá sea una utopía social que, no obstante, en nada le resta valor normativo. Ese proyecto en absoluto puede terminar en un concepto serialista o supremacista propio de los regímenes de entreguerras. En cambio, el espíritu constitucional actual se hace eco de la frase de Odo Marquard -filósofo alemán victima del totalitarismo- según la cual ser iguales no es otra cosa que poder ser diferentes sin temor.

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