En nuestra época los hombres no creen en el universo occidental y no esperan demasiado del futuro, salvo quizás la suerte de Robinson Crusoe, una isla personal al margen de los caminos trillados. Las más altas ambiciones de los intelectuales de ambas orillas del Atlántico consisten en resistir los asaltos de las enormes máquinas hechas por y con los hombres o en sobrevivir a los efectos de la locura humana colectiva. Incluso el sueño de los hambrientos, un continente lleno de tajadas de carne y concursos de televisión, se transmuta en una realidad de úlceras y degeneraciones adiposas. Una modosa cautela parece ser la mejor postura para el ser humano y la ausencia de pasiones su objetivo social menos dañino.
¿Podemos, al fin y al cabo, esperar algo más -se nos dice- que evitar que la raza humana haga estallar el planeta en que vivimos; que las instituciones políticas mantengan un orden apacible entre seres humanos insensatos o pecadores, con alguna pequeña mejora aquí y allá; que se establezca una tregua entre ideales y realidades, entre individuos y colectividades?
Una generación entera fue educada en esta mediocridad emotiva en las sociedades opulentas e inseguras del Occidente de postguerra, y sus ideólogos han sido los ideólogos de la desesperación y el escepticismo. Afortunadamente, la educación no ha surtido efecto.
[hablando del libro de Ernst Bloch Das prinzip of Hoffnung] El hombre es un animal con esperanza. Sentir insatisfacción, desear representarse un estado más general en el que las cosas pudieran ser distintas (esto es, mejores) de lo que son, es la forma más elemental de esta fundamental exigencia humana. Su forma más elevada es la utopía, es decir, la construcción de la perfección que los seres humanos buscan o tratan de realizar o que por lo menos brilla por encima de sus cabezas como un sol intelectual. Esta utopía no se limita a la construcción de comunidades ideales. Hay imágenes de deseo en todas partes: en nuestros sueños de perfecta salud y belleza corporales, de hacer retroceder la enfermedad, la vejez o incluso la muerte; en los de una sociedad sin privaciones. Hay las imágenes de un mundo transformado por el control técnico de la naturaleza, los edificios y ciudades de ensueño imperfectamente reflejados en la arquitectura más modestamente funcional de la vida real. La utopía de un Edén o Eldorado perdidos o no descubiertos obsesiona.
Pero para el profesor Bloch la utopía es algo más que esta serie de “anticipaciones, imágenes del deseo y contenidos de la esperanza”. Reside en todos los seres humanos que se esfuerzas por realizarse, es decir, por realizar aquí y ahora el ideal de plena humanidad que sabemos está latente en nosotros. Reside finalmente en la rebelión contra los límites de la vida y del destino del hombre, en las imágenes que hallaron una expresión mítica en nuestras religiones.
La tarea del filósofo es enseñar a los hombres lo que implica esperar. Por consiguiente es esencial criticar lo que niega la esperanza, o más aún, lo que la oscurece y la desvía. Quienes realmente niegan la utopía son los que crean un mundo cerrado y mediocre del que están excluidas las grandes avenidas que se abren a la perfección: la burguesía.
Porque el mundo burgués sustituye la utopía por la “adaptación”; la sociedad sin privaciones ni infelicidad por la vida de escaparates de tiendas u anuncios en el New yorker; la vida antifilistea por las novelas de crímenes, el Edén incógnito por vacaciones en Positano. En vez de esperanza hay mentiras. En vez de verdad, hay máscaras.
-La verdadera génesis no está al principio sino al final- E. Bloch
Eric Hobsbawm – el principio esperanza (1961) (fragmentos) Extraído del libro «Revolucionarios»